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domingo, 21 de abril de 2013

Apostatar contra la religión de los derechos humanos, una condición necesaria para sobrevivir al islam


El islam utiliza tres métodos para apoderarse de nuestras sociedades: la subversión cultural, el terror físico y la implantación territorial. Lo podemos ejemplificar de esta manera: 1) el hiyab, el burka y demás burquinis, 2) la violencia terrorista y las agresiones del día a día, y 3) la proliferación de mezquitas y otras madrasas.
La primera permite colocar el modo de vida islámico en el centro del debate público. La segunda destruye físicamente el adversario y lo atemoriza. La tercera sirve de cabeza de puente en el Dar al-Harb (la Casa de la Guerra, la tierra del infiel) y proclama la potencia de los fieles mahometanos.
El islam es una religión “depredadora” tanto como el cristianismo es una religión “productora”. Los más cristianos de los cristianos, tradicionalistas entre los católicos, mennomitas entre los protestantes, ponen el acento en el trabajo, la honestidad y el don de sí mismo. Los más musulmanes de los musulmanes, islamistas y talibanes, son bandidos sanguinarios disfrazados de juristas, unos terroristas degolladores. Los Evangelios, llenos de parábolas agrícolas y mercantiles, fomentan la dura labor y el comercio. El Corán no fomenta más que la muerte y la obediencia en el sendero de Alá. El cristiano sabe que la Cuidad de Dios no es de este mundo, y es por eso que se pasa la visa amasando un “tesoro en el cielo”. El musulmán cree que matando a los no musulmanes cumple con la voluntad de Alá.
A pesar de la enorme diversidad de pueblos, culturas y razas que componen la umma, el islam no tiene más que una sola y única meta: destruir todo lo que no es como él. Al igual que un gigantesco parásito, el islam sólo puede vivir sobre los recursos ajenos, sin nunca producir nada por sí mismo. Todas las civilizaciones, antaño brillantes, que han sido absorbidas por el islam, después del fuego de paja de las conquistas, se han agotado gradualmente. Mesopotamia, Egipto, Persia, Líbano, Bizancio…, todas ellas sedes de culturas sofisticadas y avanzadas, se han reunido con las naciones de tercer orden después de que el islam haya asfixiado progresivamente sus poblaciones. Un sólo ejemplo: desde la Hégira, los países árabes han traducido tantos libros como España… en un año. No es por casualidad que en el curso de la historia el alejamiento del islam rigorista haya coincidido con cierta prosperidad económica y humana, ya sea en el caso de la Turquía kemalista, el Irak baasista o el Irán de los Pahlavi.
A la caída del Imperio Romano la orilla sur del Mediterráneo era más rica, más poblada y más avanzada que la orilla norte. Mil años después la tendencia se había invertido completamente. Los europeos habían entretanto adoptado el cristianismo que permitió sublimar su genio mientras los musulmanes se arrugaban, se contraían, se empequeñecían, llenos de nostalgia por una Edad de Oro que habían ellos mismo contribuido a destruir. La patria de San Agustín (actual Túnez) se convirtió en un refugio de piratas, ávidos de apoderarse, en las naciones más industriosas, de lo que ellos no sabían producir por su propio trabajo. Entonces como ahora, la escoria islámica se apropiaba de los bienes comprados y producidos por los infieles. Antes desembarcaban en las costas del sur de Europa en expediciones piratas, ahora están en el corazón de las ciudades de todo el continente, desde Andalucía hasta Noruega. Las épocas cambian, las conductas civilizacionales permanecen. Antaño, la posición de intermediarias en la Ruta de la Seda o de las Especias hacía a las naciones musulmanes ineludibles. De la misma manera, los rentistas de la Península Arábiga han vuelto a ser indispensables a otros países. Ahora se conforman con vivir de los beneficios que obtienen gravando a las compañías occidentales llegadas para extraer las riquezas incomensurables sobre las cuales dormían desde hace siglos.
Es perfectamente normal. El islam arruina las culturas que absorbe. En las primeras décadas de la conquista se beneficia de las fuerzas productivas de los dhimmis para producir diversas obras arquitectónicas, sin nunca igualar sus modelos. Ninguna mezquita persa (luego irano-musulmana) iguala Persépolis o el palacio de Shahpur de antes de la conquista musulmana, ninguna mezquita turca iguala Santa Sofía, ninguna escuela coránica vale las Pirámides. Habremos de esperar al siglo XIX y a la curiosidad de los europeos para redescubrir esos tesoros que los mismos descendientes de pueblos otrora gloriosos habían dejado caer en ruinas.
A medida que los conquistados se convierten a la religión del ocupante para escapar a la dhimmitud y al impuesto de la djizia, el islam y su proceso de involución hacia la época bendita del Profeta empieza a imponerse.
El islam, estructura socio-comunitaria depredadora antes que verdadera religión, pierde su fuerza a medida que sus fuentes de ingresos declinan. Al igual que un depredador, el islam debe incesantemente devorar una nueva presa para sobrevivir, sino corre el riesgo de agotarse y de entrar en letargo. Las poblaciones se vuelven apáticas y anquilosadas, toda novedad es de entrada sospechosa. El Corán contiene todo cuanto necesita el ser humano, ¿para qué buscar en otras direcciones? El espíritu es irresistiblemente obligado a volver a la pureza original de la época de Mahoma, como un cuerpo celeste que cae en la órbita de un agujero negro. “¡Quemad todos esos libros! Si contradicen el Corán entonces son falsos, si están de acuerdo con el Corán, entonces no sirven de nada”. Estas fueron las famosas palabras del califa Omar después de la conquista de Egipto y la quema de la biblioteca de Alejandría.
Mientras esta religión, convertida en moribunda en el siglo XIX, estaba ya sin aliento, su entrada forzada en la modernidad le ha ofrecido nuevas presas a su apetito. Cegados por su nueva religión de los derechos humanos, los europeos en tierra islámica decidieron por pura filantropía construir escuelas, hospitales, universidades, puentes, carreteras, en resumen: realizar en algunas décadas lo que el islam no pudo construir en un milenio y medio. Las fueras productivas de los europeos fueron puestas al servicio de un islam que no esperaba más que eso. La explosión demográfica de los países musulmanes fue consecuencia de este flujo de riquezas y de energías que iba posteriormente a provocar la peor invasión que ha sufrido el continente europeo desde la invasión turca de los Balcanes. Lo que vino después lo estamos viviendo.
Para “matar” al islam hay, pues, que dejar de “alimentarlo”, dejarlo que funcione en circuito cerrado y que entre en catatonia. El problema musulmán es doble, a la vez externo (geopolítico) e interno (étnico-religioso). El primero puede ser resuelto por el desarrollo y la puesta en circulación de carburantes y de modos de energía alternativos, así como por la diversificación de las fuentes (Rusia entre otras).
Después de la subida de los precios de 2008, parece que Europa se ha decidido por fin a salir de la dependencia absoluta de los carburantes fósiles. El camino hacia una nueva civilización desembarazada de la dependencia del petróleo y del gas será largo y difícil pero posible en el estado actual de los conocimientos científicos. Por contra, el segundo problema, la implantación en Europa de masas musulmanas que no sólo son una rémora, sino que además destruyen nuestra cultura, es más complicado.
Mientras el espíritu europeo siga paralizado por la religión de los derechos humanos, no podremos nunca dotarnos de los medios de salir de esta situación. Estamos como paralizados ante el enemigo contra el cual se nos impide responder. El relativismo cultural, el idealismo bobo y el diálogo participativo es poca cosa para oponer a un depredador hambriento que desea devorarnos. Únicamente una revolución espiritual, una apostasía general y definitiva de la religión de los derechos humanos nos permitirá volver a encontrar nuestra libertad de acción.

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